“ […] todos
los que han emigrado a Francia siguiendo los ejércitos franceses […], aquellos
que han sido infieles a la patria y le han hecho traición, sirviendo a los
enemigos de España, teniendo correspondencia con ellos desde los ejércitos
españoles, y sobre todo, aquellos que han escrito y publicado los libelos
infamatorios en los diarios y demás papeles contra nuestros reyes, los señores
don Carlos y don Fernando, contra la nación española, y han proferido especies
escandalosas contra la buena memoria de estos soberanos y el honor español.”
(Archivo
Histórico Nacional, Consejos, Legajo 5.513, número 10, página 1. 1808. Citado
en Artola, Miguel, Los afrancesados)
De
esta manera era como los partidarios defensores de la monarquía en España definirían
a los afrancesados durante la Guerra de la Independencia española (1808-1814). Y,
a pesar de que las tropas de Napoleón continuaban sin interrupción su avance
por la península ibérica, se tomaron numerosas medidas represivas contra
los afrancesados. Dividiremos esta represión en dos tipos.
La
represión de tipo penal fue dirigida -de manera ciertamente eficaz- por la
Junta Suprema y
Gubernativa del Reino, que se basaría en la promulgación de un decreto, de
24 de Abril de 1809, que describía a los afrancesados como “ […] ingratos a
su legítimo soberano, traidores a la patria y acreedores a toda la severidad de
las leyes”, y daba orden de embargar “ […] todos los bienes, derechos y
acciones pertenecientes a todas las personas, de cualquier estado, calidad y
condición que fueren, que hayan seguido y sigan el partido francés.” El
resultado fue la confiscación de todas las posesiones, pensiones y sueldos de
los considerados afrancesados y, en muchas ocasiones, la retirada de sus
honores civiles y militares. También se presentarían
como copartícipes del presunto delito a familiares y amigos de los acusados y
se constituiría un Tribunal Extraordinario y Temporal de Vigilancia y Protección,
encargado de controlar a los presuntos afrancesados y de recoger los
testimonios de los numerosos delatores que iban apareciendo. Por último, y como
medida máxima de fuerza en los primeros años de la guerra, se ordenó el
encarcelamiento de aquellos que tuvieran opiniones públicas sospechosas de ser
afines al régimen invasor.
Por
otra parte, paralelamente a la represión legal, se produjo otra de corte popular
muy profunda y extendida. Esta represión se caracterizó por la acción
desmesuradamente violenta de masas y grupos contra los presuntamente afrancesados,
así como por la falta de control de estas actitudes represivas por parte del
Estado. Lo que quedaba de este se encontraba profundamente involucrado en la Guerra
de Independencia y no demostró ningún interés en la contención de la represión
que los supuestos afrancesados sufrían, pues no deseaban enemistarse con un
pueblo que cargaba sobre sus espaldas con el peso de la resistencia al invasor.
Según
avanzaba el conflicto bélico, y con la victoria española cada vez más próxima,
se endurecieron las nuevas medidas represivas que se iban elaborando. Si eran
cada vez más duras se debía, en la mayoría de los casos, a la influencia de la
población -que así lo exigía, entendían desde la Junta Suprema-. Por ello, se
estableció la pena de muerte para aquellos que mantuvieran correspondencia con
fugitivos y aumentaron considerablemente los arrestos que conllevaban pena de prisión.
Un ejemplo anecdótico que ilustra a las claras esto último fue el uso del céntrico
parque madrileño del Retiro como cárcel a cielo abierto, solución acordada por
la Junta Central de Madrid ante la rápida masificación del resto de prisiones
de la capital del Reino. Paralelamente comenzó la sucesión de procesos públicos
mediante la publicación de los mismos en la Gaceta de Madrid –antecesora de
nuestro actual Boletín Oficial del Estado-, a cuya celebración estaba llamado el
pueblo para delatar y ejercer presión sobre los acusados.
Para
llevar a cabo estas medidas de represión, la Junta Suprema y Gubernativa del Reino
elaboraría una clasificación de los supuestos afrancesados en cuatro grupos
distintos –en función de su estatus social y los presuntos delitos cometidos. El
primer grupo estaba formado por aquellos que no quisieron recibir ningún tipo
de cargo o beneficio de manos del invasor francés en torno a la administración
josefina. Este grupo sería el que menos acoso recibiera por parte de las
autoridades, y la represión ejercida sobre ellos se limitaría al embargo de sus
bienes y derechos. Por poner un ejemplo, se les prohibía la residencia a menos
de veinte leguas de la Corte –unos cien kilómetros-.
En
el segundo se encuadraban aquellos que se mantuvieron en sus puestos de trabajo
de la Corte y la Administración, con excepción de los cargos sin funciones
políticas (como, por ejemplo, los sirvientes) que se considerarían de la
primera categoría. El tercer grupo incluía a aquellos que durante el breve reinado
de José Bonaparte fueron ascendidos, lo que demostraría su claro apego al bando
partidario de los franceses y a las políticas impuestas por José I. Por último, el
cuarto grupo estaba formado por los afrancesados que persiguieron a españoles y
cometieron delitos de sangre contra ellos, traicionando gravemente a su país
por ello. Sobre estos últimos se pretendió ejercer la represión más feroz. De
manera común, los hallados culpables de los tres últimos grupos serían castigados
con la expatriación perpetua de España (bajo pena de muerte si volvían) junto
con sus familias, y la pérdida de todos sus bienes requisados por el Estado.
La
respuesta de los condenados y exiliados no tardaría en tomar forma: los
afrancesados defenderían sus actuaciones en el pasado en las Reflexiones y
Reclamaciones, escritos individuales que reflejaban la ideología propia de los afrancesados
y que se basaban principalmente en un argumento: la necesidad de sobrevivir.
Destacan las Reflexiones de Godínez, que justifica sus acciones y decisiones en
base a la necesidad de evitar la anarquía. Dicho texto histórico es la
Reflexión más conocida porque en ella el autor señalaría como traidor al propio
monarca Fernando VII (y con él los miembros de la familia real), por ser el
primero que había huido de España incluso antes de la Guerra de Independencia.
Según Godínez y otros muchos afrancesados, el “Deseado” había cometido el mismo
delito que se les imputaba a ellos con la única finalidad de preservar su vida.